dic Número 0
nº 0
Portada:
Panorama del Cabanyal
TAÑO
Elías Taño, autor de la portada, es canario y vive en València.
Dibuja gente sin personalidad concreta, siempre en grupo, que utiliza para representar conceptos políticos.
Trata de parecerse a sus personajes diciendo que en su trabajo no tiene tiempo para reflexionar y que sólo ejecuta, pero no lo consigue porque necesita rodearse de gente con la que poder hablar, beber, discutir, blasfemar, dibujar… y todo eso es pura reflexión. ¿Cómo, si no, iba a ir diciendo por ahí que le “(…) gustaría generar pensamiento crítico a través de un arte contestatario e internacionalista”? ¿Eh?
Para pensar, utiliza una libreta A5 donde acumula imágenes en miniatura que luego amplía buscando una especie de gráfica del error. Y como no sabe parar, cuando se enfrenta a un mural urbano, se lo toma como si fuera un trozo de libreta.
Aunque seguro que cuando se enfrenta a la vida se lo toma del mismo modo.
Esta es su web.
Sello: ©Carla Protozoo
SOTO
Antonio Soto, autor de Marítim, vive en València, donde nació.
Opina que quien acuñó la frase “Vive cada minuto como si fuera el último de tu vida” era un gilipollas, porque la vida debería componerse de ávidos momentos de curiosidad, tiempos pausados de reflexión y otros tantos de letargo.
Este ex galerista, ex restaurador pero profesor de historia del arte es un tipo sin contradicciones aparentes porque le gusta la magia pero no los trucos, le gusta dormir pero no la anestesia.
De hecho, una vez escribió una lista titulada Las 55 cosas que me gustan, que es perfecta para hacerse una idea de su catadura. He aquí un extracto:
Bucear entre la chatarra – Los relojes parados – Cuando callan las cigarras – Los ojos de los calamares gigantes – Doblar a la turbamulta en las películas de catástrofes (“¡Oh, Dios mío, moriremos todos!”) – Cantar con voz grave en un cuarteto de duduá – Practicarle la maniobra Heimlich a mi madre – Ver figuras en mi caca – Los barcos varados – Encontrar y coleccionar fotografías de desconocidos – Los manómetros a cero…
También escribió Las 55 cosas que no me gustan pero, es curioso, las cosas que desprecia no tienen tanto interés.
Esta es su web.
Sello: ©Antonio Soto Jr.
DEIMA
Deimante Jonusaityte, la ilustradora de Marítim, es Lituana y vive entre València y Ràfol de Salem.
Es tan joven que su biografía se escribe en dos patadas, como decía un amigo de Mafalda. Ella y sus ilustraciones son directas y de ideas propias, por lo que no tiene ningún problema en dibujar señoras fornidas en traje de baño o individuos pilosos haciendo su vida, por ejemplo, y que quede perfecto.
En su corta carrera, podemos encontrar desde carteles que defienden el derecho a saber de los ciudadanos, hasta una versión del Kama-Sutra en forma de alfabeto ilustrado. Y esto no ha hecho más que empezar.
Esta es su web.
Sello: ©Deima
ALADRETA
Alfons Aladreta, autor de Sirena en conserva, nació en València pero no sabemos dónde vive.
Le gusta pasar desapercibido para poder colarse por ahí a echar un vistazo. Luego escribe sobre lo que curiosea y lo publica en fanzines y hojas volanderas que sólo ven sus amigos. Entre estas piezas podemos destacar Y la nave va, una excursión por naves industriales en desuso, El no lo haría, un recorrido por chalets abandonados y Esquelas imperfectas, una colección de necrológicas dedicadas a personas que todavía no están muertas.
No se sabe a qué se dedica para ganarse la vida. Cuando le preguntan, contesta que es maquetador de libros pero que siempre firma con varios pseudónimos, uno por cada cliente. Sin embargo ha insistido en firmar con su nombre esta colaboración con The Valencianer.
No tiene web, ni blog, ni perfil en ninguna red social que sepamos.
Sello: ©Alfons Aladreta
Viajo en metro a diario. La última parada del trayecto es Marítim, la de mi barrio. Más allá sólo queda el mar, y el tren no es anfibio.
De vuelta del trabajo, observo a mis compañeros de viaje. Los vagones se vacían poco a poco, parada tras parada, a medida que los pasajeros llegan a su destino. No sé por qué, siempre pienso que se trata de algo parecido a una selección natural, que cuando lleguemos a la última parada, la de mi barrio, nos apearemos los especímenes mejor dotados. No es así.
Mi padre y mi tío -mi padrino- nacieron frente a las atarazanas, en una casa de dos plantas que derribaron años después debido al deterioro que sufrió tras los bombardeos de los rebeldes. El puerto era un lugar estratégico y las bombas caían a diario. Mi padre apenas conserva recuerdos del barrio, porque la familia se mudó a La Punta cuando él era muy pequeño. Allí estaban más seguros. Mi tío, el hermano mayor, sí recuerda los pedruscos integrados en el hormigón que refuerzan uno de los contrafuertes laterales de las atarazanas, cómo trepaba por ellos y cómo los pulía con el culo del pantalón deslizándose hasta la acera, como por un tobogán. Mi abuelita, que era modista, le reñía porque regresaba a casa con los fondillos agujereados, pero tiraba de aguja y paciencia para remendarlos y estirar la tela en la medida de lo posible. El tobogán, que todavía sigue ahí, no es más que una breve pendiente donde se acercan los perros a mear.
Es sábado. Me he levantado temprano y se me han perdonado todos mis pecados. Desayuno pastillas prescritas y café con leche. Hago la cama y veo en la tele una película bonita. Hace un día espléndido, de solete sin calor. Después de ducharme, bajo a la peluquería. Yo nunca bajo a la peluquería con el pelo sucio. Saludo a Santiago, el peluquero: ¿Cómo estás?, le pregunto. ¿Cómo voy a estar? ¡Mejor que nunca! ¡La vida me sonríe! Hace sol, me encanta mi trabajo y adoro a mi familia. ¿Qué más puedo pedir?, me contesta. Santiago es un tipo cojonudo. Salgo de la peluquería ligero de moño y henchido de optimismo.
Más tarde, me doy una vuelta con el perromierda, mi entrañable mascota, que se comporta anormalmente bien. Los vecinos me saludan sonrientes a cámara lenta. Los niños del parque evitan balacearme con sus balones. Los conductores respetan los pasos de cebra. Los abuelos se quedan quietecitos en sus bancos, sin dar la murga. Y no hay polis en lontananza.
A estas alturas, empiezo a mirar los balcones, no vaya a ser que me caiga una maceta y me reviente la crisma. ¡Esto es muy raro! Pero, a pesar de mis desconfiados presagios, regreso a casa sin percances. Y no sólo eso, el pulpo con patatas me queda de miedo. ¡Esto es muy raro! ¡Pero que muy, muy raro! Lo mejor será leer un ratito y pegarse una siesta, no vaya a ser que la cosa se tuerza.
Cuando despierto, me hago un té y me asomo a la ventana de la cocina. Una gaviota espanta a las palomas que anidan en la cornisa del taller de enfrente y se come los nidos. La gaviota es un animal muy hijo de puta. Pero es un espectáculo muy hermoso, como del National Geographic.
Con un poco de suerte, pasa una procesión. En el barrio hay un montón de cofradías que recorren las calles con sus pasos acompañados por bandas de música. Me gusta mucho toda esta parafernalia. Y eso que todavía no he visto a ningún cofrade encapirotado sacar una escopeta de debajo de sus hábitos y asesinar al capo de la familia rival. Pero no pierdo la esperanza de que algún día ocurra y sigo con interés laico a las pequeñas Salomé, que portan entre sus manitas la cabeza decapitada del Bautista, y las Santa Lucía, que pasean sus ojos, arrancados de sus cuencas, en una bandeja de plata.
Y todavía tengo por delante una tarde perezosa de sábado y un domingo de crucigramas en pijama. Ronroneo.
Mi barrio es el mar y el puerto, una niña que hace pis entre dos coches aparcados, un atardecer imposible, el tonto de baba de la calle de la Reina, el gato negro que come en el solar las galletas de la vieja, el modernismo humilde, los gitanos de puertas abiertas y quejío desentonado, el boxeo cinematográfico, la bici robada, una soprano rusa en un balcón alquilado, una rata atropellada, muebles meados y arrumbados junto al contenedor, el bar de los altramuces, vencejos en vuelo rasante entre las ruinas de los barcos y los coches de carreras, vecinos a la fresca y algún que otro gilipollas.
En fin, que no me puedo quejar.
Cuando me muera, si he sido bueno, viviré en una réplica celestial de mi barrio, que vendrá a ser lo mismo pero con olor de santidad, que, como todo el mundo sabe, es el de aquellos que mean colonia.
Muchos viajeros, durante sus paseos de reconocimiento por la ciudad que visitan, van buscando determinados objetos, “cosas” propias del lugar para llevárselas de recuerdo.
Por ejemplo, mi oculista siempre vuelve de sus viajes con figuritas de búhos (qué original) en la maleta.
El ilustrador Isidro Ferrer trae consigo una piedra de cada ciudad a la que viaja. Pero no una cualquiera, tiene que ser una piedra que de alguna manera haya formado parte de un edificio o una calzada.
El autor de este artículo, como en una asociación de ideas retorcida, siempre compra un cuaderno blanco en cada ciudad que visita. Y en sus limpias hojas sin tocar, cree ver lo que recuerda de ese lugar.
Miroslav Sasek, escritor y dibujante checo, realizó en 1958 un libro-guía ilustrada titulada This is Paris dirigida en principio a público infantil. Mientras retrataba los grandes monumentos de la ciudad, se fijaba sobre todo en los mercadillos, los artistas callejeros, los trabajadores de los mercados, la gente que entra y sale en el metro, el ambiente de los cafe-tabac… en fin, de las cosas que pasan allí y que marcan una crónica de ese momento. A partir de ahí, ilustró 17 lugares más: Londres, Roma, San Francisco… en lo que me parece el mejor trabajo del mundo: viajar a las ciudades, empaparte de su sabor, callejearlas y retratarlas. Sasek nunca vino a Valencia. A veces he imaginado el This is Valencia.
Más o menos por esas mismas fechas, un ilustrador alemán que firmaba como Robinson, aseguraba que tenía rayos x en los ojos y que gracias a esa cualidad pudo hacer dos impresionantes libros (Paris, line by line y New York, line by line) traspasando la cáscara de lo tópico y acercándose a los más pequeños detalles que hacen que el lector desee estar también ahí. Tampoco existe ningún Valencia, line by line.
Al Hirschfeld, el casi centenario caricaturista norteamericano, retrató Nueva York a través de actores, músicos, autores, directores, críticos y teatros de Broadway. Saül Steinberg, el maestro rumano-neoyorkino de la línea, imaginó esa ciudad como un gran contenedor de personas ampliando sus horizontes en una famosa portada para The New Yorker en la que, mirando al oeste desde un apartamento de la 9ª avenida, dibuja un fabuloso panorama que llega hasta China.
Javier Zabala, prestigioso ilustrador leonés, tiene dos deliciosos libritos con páginas desplegables en los que ha conseguido plasmar, en uno a Madrid y en el otro a Barcelona, de tal manera que sólo son reconocibles para gente con ojos competentes y ávidos. El francés François Avril nunca se cansa de trazar planos increíbles de París, Nueva York y Tokio. La personalísima editorial valenciana Media Vaca edita la colección Mi hermosa ciudad, en la que pide a diversos creativos (siempre nativos o residentes) que retraten su ciudad destacando los aspectos que prefieran, sin necesariamente usar los más conocidos. Aquí, entre Tokio, Zaragoza, Milán, Buenos Aires, Varsovia y Oaxaca, encontramos por fin a Valencia (nº 3).
The Valencianer, a su vez, busca los vestigios que van dejando por las calles de Valencia esas personas que sienten la necesidad de retratar la ciudad, de perpetuar con sus dibujos las cosas que aman u odian de ella o las que en cualquier momento podrían desaparecer. Queremos trazar un mapa desde la mirada de los que transforman Valencia en imágenes y las ofrecen a todo el que pase.
Nos parece inquietante que estas cosas resulten tan invisibles para la mayoría de los habitantes. De modo que trazaremos ese mapa de la Valencia invisible con los objetos o publicaciones que vayamos encontrando recorriendo la ciudad. Y nos los llevaremos de recuerdo.
En el primer día de este paseo, después de varias vueltas por Ciutat Vella, encuentro el Café Negrito en la plaza del mismo nombre y el Bar la Negrita y no me engaña la vista, ambos están rotulados por Calpurnio Pisón, genial artista multitasken aragonés afincado en Valencia. Y no sólo eso, sino que en una de las persianas intervenidas por los artistas urbanos La Nena, aparece una imagen de Blanquita, un personaje clásico de la Valencia lumpen según me cuenta una señora muy amable que pasaba por ahí con su carrito. Recojo las pruebas y, animado por el hallazgo, sigo caminando dirección sur, por la calle Purísima. No tardo en toparme con un establecimiento en cuyo escaparate se muestra una lata de conserva de carne de sirena (producto de Valencia) impresa en una camiseta.En El Mirlo, así se llama el local, se anuncia entre otras cosas la venta de “souvenieres” por lo que no puedo pasar de largo. Es una tienda mínima, calculo un aforo de cuatro personas bien avenidas, donde un individuo alto y barbado trabaja tras un imac y saluda con acento cubano. Reviso los expositores y encuentro unas láminas de calidad extraordinaria donde veo violinistas cortando jamón, la bicicleta de Duchamp, perros invisibles, el no-café-cortado de Magritte y mil más.
–¿Y los “souvenieres”? –pregunto.
Entonces Carlos Michel Fuentes, el tipo del imac, me alarga una camiseta donde se ve la Torre-Eiffel entre la neblina y se lee “London”.
–Me refiero a recuerdos de Valencia. Esto sería un recuerdo de París, de Londres o de un estado mental –digo yo, jocoso.
–Por aquí pasan muchos turistas franceses e ingleses y les gusta mucho. De hecho esta otra es mi imagen más vendida con diferencia –replica él, enseñándome una lámina donde aparece una clochard rebuscando en un contenedor de basura y cargando la famosa torre de París en su carrito de supermercado. –Si hiciera imágenes de Valencia, me arruinaría.
Al final, me muestra diversas camisetas “recuerdo de Valencia”: desde paellas vivas, a gafas con cristales en forma de pecho femenino… por fin entiendo que “souvenieres” debe significar algo así como “recuerdo psicológico”.
–Aquí la gente entra y se pone a revisar las láminas como si estuviera haciendo una rueda de reconocimiento policial –dice el propietario, notando mi perplejidad. –Esta no, esta tampoco, hmmm, ¡ésta! ¡ésta ha sido! –ríe.
Compruebo que, efectivamente, Carlos Michel es el autor de todas las imágenes.
–¿Cómo se le ocurre a un ilustrador montar un comercio para vender sus propias ilustraciones, que encima, no tienen una intencionalidad comercial clara como la venta de souvenirs o algo así? –vuelvo a preguntar.
–No podría hacer otra cosa. Además, si que hay intención comercial. Estaba harto de ir yo por ahí ofreciendo mis trabajos, caminando por los polígonos solitarios con el viento abofeteándome la cara. La idea es que en vez de ir yo, ahora vengan los clientes a mi tienda, charlemos, hagan el encargo y ya está. ¡Es genial!
Para ser el primer día, he encontrado un auténtico punto filipino. Me despido y le comento que me voy corriendo a un bar a anotar estas cosas que me ha dicho, mientras me tomo un café.
–Estupendo. Vuelve otro día, pregúntame lo mismo y seguramente te contestaré otras cosas. Distintas.
(CONTINUARÁ…)
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