Número 5

nº 5

Portada:
La Rata Penada

MALOTA

Malota, la autora de la portada, nació en Jaén, creció en Yecla pero actualmente vive en València.

Es, además de ilustradora de prestigio, doctora en Bellas Artes. Sabemos que varias revistas, algunas editoriales y un montón de alumnos de medio mundo la adoran.

Es autora de diseños textiles y gráficos memorables. El mundo de la cerámica no tiene secretos para ella. Su maestría para la serigrafía y la estampación en general es más que notable. Desde pequeñita es pianista y compositora. Cree firmemente en la perseverancia como el motivo de su éxito. Y baila claqué. Que el diablo la lleve.

Malota realmente se llama Mar. Y sus verdaderos apellidos, Hernández y Fernández, coinciden con la versión española de Dupont et Dupond, los surrealistas policías idénticos que aparecían en los álbumes de Tintin. Esto explicaría muchas cosas, aunque lo más probable sea que no.

Nos vamos a tener que creer lo de la perseverancia.

 

Esta es su web.
Sello: ©Carlos Ortin

GARRIDO

Manuel Garrido, el autor de El inventor del biciplano vive en València, donde nació.
Ya colaboró en The Valencianer (ver nº 2) en su faceta de ilustrador. En esta entrega, participa como escritor, campo en el que tiene experiencia como crítico con numerosos artículos y reseñas en blogs, revistas, suplementos culturales, catálogos y en un magazín cultural radiofónico con su sección La banana de Warhola.
Es por estos múltiples intereses y habilidades que se le conoce como “hombre del renacimiento” y también como “hombre de los años 50” pero por su forma de vestir.
En otra vertiente, ha escrito cantidad de poemas, relatos cortos y un par de conatos de novelas. Según sus propias palabras, “… el hecho de que la mayoría de estos escritos no hayan visto la luz –o se hayan acercado tanto a ella como las alas de Ícaro— ha ahorrado al mundo otro aspirante a poeta maldito bebedor de absenta”.
Como curiosidad podemos decir que padece glazomanía, una extraña adicción que le obliga a elaborar obsesivamente innumerables listas de todo tipo.
En este artículo, Garrido retrata un personaje arquetípico valenciano: el “pícaro-soñador”, ese sujeto con doble personalidad que, aún siendo consciente de su superchería, necesita creérsela para seguir siendo inocente. Una mezcla entre héroe incomprendido y villano timador que tan bien conocemos por aquí.

Esta es su web.
Sello: ©Manuel Garrido

En esta grandiosa charca hay muy pocos puertos de amparo donde resguardarse contra los elementos de la fantasía y las leyendas con más o menos fundamento.”
Juan Peñataro

Algunas de las historias en minúscula que componen el gran relato histórico, cuentan con asideros más o menos firmes a los que agarrarse; otras, por el contrario, resultan difícilmente constatables y en ellas se desdibujan los límites entre la fantasía, la razón, la leyenda y la realidad. A veces, una buena historia reaparece demasiado tarde como para contar con los testimonios de sus protagonistas, con tan solo unos pocos datos deslavazados, unos cuantos recortes de prensa y algunos lejanos recuerdos de familia. De entre esas historias en minúscula, son muchas las que reflejan, desde el principio de los tiempos, la fascinación y el empeño humano por volar: desde el mito de Dédalo e Ícaro o la paloma mecánica de Arquitas de Tarento, pasando por los estudios de Leonardo da Vinci y de Giovan Battista Danti hasta llegar, por ejemplo, hasta el primer vuelo a motor realizado en España –concretamente en Paterna en 1909– por Joan Olivert el volaoret; pero la que seguramente desconozca, querido lector, querida lectora, es la historia de Juan Peñataro Samper, mecánico dentista de profesión e inventor por vocación.

Nacido en Monóvar (Alicante) en 1891 y vecino de aquella Valencia del Cid hasta que se lo llevó la muerte en las postrimerías de 1946, Juan Peñataro descendía de una estirpe de caldereros italianos apellidados Pignataro o Pignatelli, que acabaron yendo a vivir al barrio de El Carmen de Valencia. Para hacernos una idea de la volatilidad del personaje, según diferentes versiones se formó como aprendiz de un protésico francés que vivía en la plaza de la Reina, o quizás en la Escuela de Prótesis Dental de Madrid, o tal vez lo hiciera en Buenos Aires. Ante tal inexactitud, no resultará extraña la aparición de un anuncio en El Pueblo. Diario Republicano de Valencia de 1916, que rezaba: “El dentista Sr. Nájera advierte a su clientela que no haga caso de un tal Juan Peñataro que se anuncia como dependiente del señor Nájera”.

Gran viajero en su juventud, conoció numerosos países de Europa y América en toda su extensión y llegó a dominar hasta cuatro idiomas. De hecho, será en Tandil, en la provincia de Buenos Aires, en donde se establezca como mecánico dentista de la clínica de Isidoro F. Tomatti, en 1911, como atestigua un anuncio publicitario en el que ambos aparecen retratados elegantes, lozanos y bien parecidos. Tandil era conocida entonces por la existencia de una enorme piedra movediza que se hallaba en equilibrio al borde de un cerro hasta que, después de siglos o tal vez milenios de inmovilidad, acabaría despeñándose dos meses después de su llegada a la ciudad.

Ya de regreso a Valencia, se casó en 1916 y tuvo cuatro hijos, muriendo dos de ellos a una edad muy temprana. Allí montó su propia clínica de prótesis dentales, vivió de manera desahogada –tratando de ayudar siempre a aquellos con peor fortuna– y era un habitual de los círculos intelectuales, destacando su amistad con José Martínez Ruiz Azorín. Acabada la guerra civil, en un viaje a su Monóvar natal en 1942, Peñataro será arrestado por proferir “palabras ofensivas a la moral y la autoridad” y es condenado a seis meses de cárcel acusado de un delito de “auxilio a la rebelión”. Tras cumplir la mitad de su pena en las cárceles de Monóvar y Alicante –en las que sobrevivirá gracias a los cuidados de las mujeres de su familia–, saldrá mentalmente afectado, económicamente maltrecho y asegurando haber presenciado una aparición mariana. En 1944, un par de años antes de su muerte, será acusado y multado por “reincidente en el intrusismo de la profesión odontológica”, sanción que le será retirada tras aducir que no estaba en pleno uso de sus facultades y que en su casa no había ninguna clínica.

Pero si algo, en la siempre sorprendente biografía de Peñataro, destaca por encima de lo demás, fue su vertiente como inventor. Después de crear una aleación para la construcción de prótesis dentales y una mascarilla antigás, la niña de sus ojos, la causa de sus desvelos, fue el biciplano Autovol: una bicicleta alada que habría de demostrar “que un hombre podía elevarse y sostenerse en el aire con sus propias fuerzas y sin ayuda de motor” (patente 97.571).

El Autovol se convierte en su máxima obsesión y no duda en poner de su parte todos los esfuerzos necesarios para demostrar su eficacia. Pronuncia numerosas conferencias sobre la historia de la aviación y la grandeza de su invento que son recibidas con una mezcla de entusiasmo e incredulidad por el público valenciano, escribe artículos en prensa con el pseudónimo de Juan de Vinalopó, programa exhibiciones de su aparato por toda la península y se propone realizar difíciles empresas como un raid Monóvar-Ámsterdam a lomos de su biciplano, la travesía del estrecho de Gibraltar o la participación en los Juegos Olímpicos de 1928. Numerosos son los periódicos que se hacen eco de sus gestas de manera intermitente entre 1926 y 1933 con titulares como “Sensacional espectáculo nunca visto en Valencia” (El Pueblo), “Aunque parezca mentira. Una bicicleta para volar” (El Heraldo de Madrid) o “Spaniard Uses Bike and Airplane Combined” (The Dekalb Daily Chronicle, Illinois).

Sin embargo, nada parece indicar que tales demostraciones lleguen a producirse. Poco a poco, la impaciencia por ver al Autovol en acción se apodera de los periódicos, que se dividen entre los que aseguran su éxito “aplaudido por miles de personas” y los que hablan de su invento como un camelo y de él como un charlatán. “¿Vuela o no vuela?”, titulará El Día de Alicante en 1927. Peñataro reaparecerá años después en la prensa, reconvertido en promotor de espectáculos deportivos (Empresa Internacional Deportiva Autovol) con un festival programado en 1932 en el campo de aviación de la Malvarrosa –a beneficio de la Universitat de València que había sufrido un terrible incendio en mayo de ese año– en el que presentará a la “Señorita atletismo”, el “bicicohete”, el “biciloco” y un “autómata conquistador de la luna que al tener novedad en su ascensión, nos enviará señales luminosas”.

Entretanto, mueve cielo y tierra para promocionar y buscar patrocinio para su biciplano y contacta con todos los estamentos y entidades imaginables, desde el Ministerio del Aire de España hasta la Unión Patriótica Española de Buenos Aires; incluso pondrá un anuncio en el periódico pidiendo ayuda económica en nombre de la Sociedad Valenciana de Aviación Práctica –de la que también fue fundador– y reclamó para su uso una extensión de 2 kilómetros cuadrados en los alrededores de la Albufera. En 1940, el Ministerio del Aire contestará al fin a sus misivas con un detallado informe en el que, entre otros jarros de agua fría, se le comunicará que su aparato pesa demasiado como para elevarse, que no descartan que un aparato similar pueda funcionar con un piloto con mejor resistencia física que la suya y que su invento no es más que una mezcla híbrida entre planeador y bicicleta con todos los inconvenientes de ambos y ninguna de sus ventajas.

Juan Peñataro falleció el 11 de noviembre de 1946, un mes antes del nacimiento de su primera nieta, y fue enterrado, según parece a petición propia “por sus ideas políticas”, en una fosa común del cementerio de Valencia.

En 1972, sus restos fueron trasladados al nicho de una de sus hijas. Entre sus abundantes documentos se encontró una anotación sin fechar que decía “he conseguido despegarme del suelo y cronometrar en vuelo cuarenta y ocho metros de largo por cinco de alto”.

Manuel Garrido Barberá
Crítico de arte,
ilustrador,
gerente de APIV
Bisnieto de Juan Peñataro

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