abr Número 4
nº 4
Portada:
Una rusa
en la plaza del
Doctor Collado
NACHO
Nacho Casanova, el autor de la portada, nació en Zaragoza, localidad famosa por la fabricación de caramelos gigantes, pero vive en València.
Escultor de carrera e historietista de vocación, Nacho básicamente es un deconstructor. Si no, vean unos ejemplos:
En su loca y dicharachera juventud, dibujaba tristes (pero poéticos) cómics sobre ancianos solitarios. Cuando le encargaron que idease un animal imaginario, desarrolló el concepto de la “pelotilla primigenia” dibujando una bola. Y cuando publicó su autobiografía decidió no autorizarla.
Además, es colaborador gráfico de una prestigiosa marca internacional de bikinis que no hace bikinis.
En su etapa actual, en la que está desarrollando su faceta de dibujante erótico, se dedica a reinventar el concepto de “insert” solo apto para finos conocedores de los pliegues más íntimos de la anatomía femenina.
Sin embargo, es un tipo centrado, sin aparentes contradicciones. Solo pasa que es un individuo complejo.
Nacho Casanova, también es autor de Mi experiencia con @Love.Watts, un fragmento de su diario de a bordo como dibujante.
Desde finales del siglo XX participa activamente en asociacionismo profesional y se le puede considerar un experto en propiedad intelectual, por lo que este texto se convierte en una autorizada reflexión sobre el papel de los creativos en las redes sociales.
Lo que nos cuenta parece mentira, como tantas cosas en The Valencianer, pero no lo es.
Fuera de España piensan que Nacho Casanova es un pseudónimo porque no les entra en la cabeza que alguien tenga nombre de aperitivo. Y convendrán conmigo que para un profesional del erotismo, su apellido parece como buscado a propósito ¿no?
Esta es su web.
Sello: ©Nacho Casanova
PONS
Álvaro Pons, el autor de El paraíso P.A.M.D.B., nació en Barcelona pero vive en València.
Por el día dedica su tiempo a dar clases en la Universitat de València y a investigar sobre la visión humana.
Le dijimos que nos parecía una magnífica ocupación eso de “investigar sobre la visión humana”, ya saben, la búsqueda kantiana formulada en la pregunta “¿qué es el hombre?”… Pero Álvaro nos interrumpió:
–Eeh, no, no. Nada de eso, ja, ja. Me dedico a dar clases de ÓPTICA en la Facultad de Física.
Por las tardes se lo pasa bomba con su hijo viendo series de animación o paseando por las calles de su querido barrio de Russafa. Como hombre de gustos definidos, confiesa ser un fino degustador de cosas tan dispares como el cine musical americano y la literatura japonesa, el jazz clásico y las series británicas de los 80 o la actriz Jean Simmons y los canelones…
Por las noches, circula por ahí el rumor de que tiene una identidad secreta que nada tiene que ver con lo que conocemos de él, pero no sabemos a quién se le ha podido ocurrir semejante cosa.
Sello: ©Miguelanxo Prado
PAULAPÉ
Paulapé, la ilustradora de El paraíso P.A.M.D.B., nació y vive en València. Concretamente en Arrancapins, barrio famoso porque un gigante del mismo nombre arrancó todos los pinos de la zona para que los franceses no se pudieran esconder durante la Guerra de la Independencia. Aunque hemos de decir que se duda un poco de la fiabilidad de esta versión.
Nuestra colaboradora es una rara subespecie de ilustradora multitasken, la hemos visto realizar con éxito tareas de alto riesgo como encaramarse a altísimas escaleras para arreglar una carpa y gestionar una asociación de ilustradores. Todo esto, además de dibujar.
Su corta carrera le ha bastado para que la seleccionen como Mirlo Blanco en Munich, para dar vida a sus dibujos en stop-motion y para ilustrar varios cuentos. Lo curioso es que el último cuento que ha firmado tiene como autora a su propia madre, ¿se imaginan si todos pudiesen poner imágenes a los cuentos que les contó su madre?
A Paulapé, mujer ocupada, cuando le preguntas “¿qué tal?” te responde “aburrirme, no me aburro”.
Sello: ©Paulapé
Mi infancia transcurrió en la Ruzafa de los primeros setenta, en esa zona límite entre el Ensanche más burgués y un barrio entonces degradado que todavía no sabía que en el futuro se inventaría una cosa llamada “gentifricación”. Era la versión vernácula del Liang Shang Po que nos pegaba a los televisores, sin tanto kung-fú pero no menos peligros, oigan. Yo vivía en un chaflán y, bajo de mi casa, estaba instalado el paraíso. No tenía las inmensas puertas celestiales, un letrero de luz cegadora que pusiera cielo y un coro de hermosísimos ángeles, no. Las puertas eran más bien birriosas, de madera, unas letras pintadas encima con el críptico acrónimo “P.A.M.D.B” y, encima del mostrador, una inmensa foto de una vedette entrada en las muchas carnes que exhibía, apenas tapada con algunos plumajes exóticos. Las paupérrimas puertas nunca cambiaron; el jeroglífico perdía su encanto, o no, cuando descubrías que esas letras escondían lo de Patronato de Apuestas Mutuas Deportivo Benéficas, es decir, lo que todos conocíamos como las quinielas y la exuberante señora era la mujer del propietario, un señor calvo, con bigotito y gafas oscuras, y con una mala leche acorde a la apariencia, que cada vez que la mirada se desviaba hacia los jamoniles muslos de la foto de su señora, te espetaba un “Y tú, ¿qué miras?”, antes de que pudieras progresar más hacia arriba.
Pero el El Paraíso, con mayúscula. La tienducha, de no más de 20 metros cuadrados, tenía dos mostradores: uno, donde se cuñaban las quinielas con aquellos floridos sellos de colores que propietario y señora empapaban en una esponjita al efecto; el otro, a la derecha, escondía un edén. Tenía un mostrador acristalado por abajo. Por detrás, unas estanterías con miles de novelitas donde reinaban Marcial Lafuente Estefanía, Clark Carrados y Silver Kane. Pero debajo, ¡ay debajo! ¡Debajo estaba el Olimpo! Un buen montón de cajas con centenares de tebeos, prestos a ser cambiados por la módica cantidad de cinco pesetas. Un duro. Con cinco duros, cinco tebeos. Claro, te tenías que desprender de otros tantos, pero en aquella época no sabíamos de coleccionismo integrista, solo queríamos devorar tebeos. No había mucho dinero, pero lo poco que había se podía estirar cambiando mil y una veces el mismo tebeo. Por aquella época, recuerdo, lo que se llevaba eran los famosos tomos de la Editorial Vértice, que traían a España los poderosos personajes de Marvel. Hoy sabemos que estaban remontados, descoloridos, redibujados y, básicamente, masacrados hasta la extenuación, pero nos daba igual. Nos fascinaban esos maravillosos tebeos y, en cuanto reunía un par de duros, bajaba a “las quinielas” a cambiar los tebeos ya devorados por otros que prometían no pocas extraordinarias aventuras.
Leía los tebeos de Los 4 Fantásticos y La Patrulla X entusiasmado, en orden aleatorio, eso sí, porque el canje tenía ese problema, que no podías ir exigiendo la numeración correlativa por un duro. Pero no estaban solos. Junto a ellos se podían encontrar los marcianos tebeos que venían de la británica IPC, también publicados por Vértice, con personajes tan estrambóticos como Spider, Kelly Ojo Mágico y Zarpa de Acero. Y, por supuesto, toda la avalancha Bruguera, de Mortadelo a Pulgarcito pasando por DDT, Zipi y Zape y las espectaculares Trueno Color y Jabato Color. Incluso quedaba espacio para la languideciente Editorial Valenciana, que reeditaba por entonces a todos sus personajes a todo color, aunque yo tenía mi preferencia por la esplendorosa melena al viento de Purk el Hombre de Piedra. Como casi siempre íbamos en cuadrilla, no esperábamos a subir a casa, nos sentábamos en la misma puerta de ese paraíso para leerlos, por lo menos hasta que nuestro San Pedro particular, el señor del bigotillo y gafas oscuras, o su espléndida señora, nos tiraran a escobazos. Pero nos daba igual. Volveríamos en cuanto sisáramos un duro más a ese glorioso paraíso ilustre llamado P.A.M.D.B.
Mi experiencia con la cuenta de Instagram de un millón y medio de seguidores.
Seamos sinceros desde el principio. Reconozco que tengo dos debilidades (principalmente):
- Que alguien me diga que le gusta mi trabajo
- Las digresiones
Lo primero me pasa ocasionalmente. Especialmente en sesiones de firmas de mis libros. Lo segundo lo iréis viendo conforme leáis este texto.
(Lo bueno es que las digresiones puedo marcarlas entre paréntesis, de modo que podéis decidir saltároslas a libre disposición y sin remordimientos. Sin ir más lejos, esta misma.)
Una vez queda esto claro, comienzo mi relato en una reunión vespertina con mi compañero de aventuras tebeísticas Gerardo Sanz*.
Así que una tarde, en un bar típicamente español gestionado por asiáticos y rodeados de cervezas, le enseñé a Gerardo una propuesta de dibujos eróticos que había hecho aprovechando un extraño vacío en mi agenda como técnico editorial free-lance. Me espetó una más de sus habituales y comedidas respuestas:
–¡Pero, nano! ¡Esto está deputamadre! ¡Hazte un Instagram, que lo vas a petaaaaaaar!
Yo, por entonces, no tenía ningún tipo de cuenta en ninguna red social. Cosa que a día de hoy sigue igual, excepto por ese Instagram del que Gerardo es el responsable primigenio. Me daba mucha pereza, lo reconozco. Pero Gerardo me dio un cursillo acelerado entre pequeños empujoncitos morales:
– ¡Vas romper Instagram, cabrón! ¡Ya verás, hijoputa!
Yo necesitaba un poco más de moral, así que Gerardo pulsó mi debilidad número uno:
–Y la gente puede pinchar aquí, en el corazón, y eso significa que le gusta.
Seguí sus instrucciones, y a los dos días ya me estaba dando más ánimos:
–¡Pero idiota! ¡Así no! Déjame, anda, que te hago unos tags y le pones unos filtros guapos…
Total, que mi primer dibujo, pues bien, vale, pues bueno. Pero mi segundo dibujo empezó a acumular corazoncitos (o “me gusta”). A toda mecha. Como un loco. De veinte en veinte. Yo no tenía seguidores, pero la gente podía ver mi dibujo. Y les gustaba. Y después me seguía, claro. Yo estaba desorientado. Llamé a mi gurú para consultarle:
–¡Pero desactiva las notificaciones, gañán, que te vas a volver loco! ¡Qué cabrón! ¡Ya lo estás petando! ¡¡Cabronazo, bastardo, drogadicto!!
En fin, un año más tarde, sigo acumulando historietas curiosas, propuestas bizarras, amistades lejanas, negocios bonitos, muchos corazoncitos, y algunas tocadas de huevos. Y de esto último es de lo que se trata este artículo.
Todos sabemos a estas alturas (hasta en la redacción de The Valencianer) que cuantos más seguidores y más corazoncitos acumulemos, más alcance tiene nuestro trabajo. Independientemente de la red social de la que hablemos.
(Alcance visual, claro. Profesional, eso ya es otra historia.)
Mi trabajo comenzó a verse más y más. Aparecía seleccionado en cuentas potentes que redundaban en más gente que me seguía y que apreciaba mi trabajo. Y un día, recibí un mensaje de una de esas cuentas que tienen más de un millón de seguidores. Esto quiere decir que muchísimas personas ven lo que desde esta cuenta se muestra o promociona. Si mucha gente podía ver mi dibujo sin ni siquiera seguirme, estar en una cuenta de este alcance podía ser el despiporre moral de la primera de mis flaquezas.
Decían que estaban interesados en mi trabajo. Por supuesto, era un texto genérico (no vayamos a engañarnos, no soy tan primo). Pero era un texto en el que pulsaban mi debilidad número uno, indicando cuánto les gustaba mi propuesta artística, y adjuntando una pequeña selección de lo que consideraban que encajaba en su línea estética. Y animándome a escribir a un correo electrónico, porque había una segunda propuesta en el aire.
Yo estudié su home, o feed, que es como se llama en Instagram el historial de fotos subidas a una cuenta, y a mí no me pareció que encajara mi trabajo. Pero, ey, quién soy yo para decirle a alguien que le gusta lo que hago que no me veo ahí. Tardé un par de días en contestar. Y ellos se me adelantaron volviendo a escribirme para decirme lo mismo, y para indicarme un par de cuentas más que también administraban, todas ellas con una cantidad de seguidores que no sé qué reacción habrían provocado en Gerardo.
Les escribí al mail que me habían proporcionado, y que tenía que ver con un proyecto expositivo llamado (en inglés) Got It For Cheap (algo así como Consíguelo baratito). Pese a mis dos debilidades ya confesadas, he de reconocer que entre las no confesadas está el asunto de querer cobrar lo mejor posible por mi producción artística, así que mientras les escribía, no podía evitar tener una desconfiada ceja levantada.
Me contestaron enseguida explicándome muy detalladamente la propuesta. No voy a copiar aquí contenidos de los mails que intercambiamos, no vaya a darme problemas, pero básicamente trataba de lo siguiente:
- Una exposición de obra original (no impresiones).
- Itinerante por ferias de arte contemporáneo de todo el mundo (el listado era exhaustivo y largo).
- Todas las obras tendrían que ser de un mismo formato decidido por ellos para facilidad de exposición. Entre 10 y 30 obras por artista.
- Todas las obras provendrían de artistas jóvenes (o emergentes, supongo, porque yo estoy a punto de cumplir 45 –aunque nadie me preguntó la edad–).
- Todas las obras tendrían el mismo PVP: 30$ (la galería se quedaba el 50%). Así que el artista cobraría 15$ por cada obra original.
- Se liquidaría a final del recorrido expositivo al terminar el año.
- Los gastos de los envíos de las obras (hasta Los Angeles, Estados Unidos de América) correrían a cargo de los autores.
- Si se solicitaba devolución de las obras no vendidas tras la itinerancia, se adjuntaría un sobre con la dirección ya escrita en él, y con franqueo ya pagado, puesto que el coste del envío de devolución también corría a cargo de los artistas.
- Si no se solicitaba la devolución, las obras pasarían a formar parte del fondo de la galería, que las itineraría al año siguiente, liquidando de la misma manera.
- En ningún lugar se hablaba de seguro. Pero eso no quiere decir que no lo hubiera, que conste.
Debido a mi debilidad número uno, decidí que era una buena oportunidad de mostrar mi trabajo. Obviamente hice cuentas (igual que estáis haciendo vosotros ahora). Y vi que negocio, pues igual no. Si sucedía un inesperado milagro y se vendían todas mis obras, aún cubriría gastos de material, envíos, embalajes y seguros. Y quizá, hasta sacaría para el butano de ese mes. Ey, no está mal. Nada mal.
(Llegados a este punto, y aunque este párrafo esté marcado como digresión al ir entre paréntesis, es necesario que lo leas completo, querido lector. Como este relato es verídico, no tiene apenas ritmo ni el giro argumental está en el lugar indicado según los manuales de escritura. Así que es el momento de avisarte de que la historia se precipita y termina de una manera abruptamente anticlimática. No acuses al redactor de haber recibido un encargo documental de la realidad.)
Una voz en mi cabeza me hizo una sugerencia: quizá estaría bien decirles a estos señores que hay algunas condiciones que podrían ser revisadas. No con la intención de que sean modificadas a toda prisa y porque lo digo yo, no. Simplemente, consideré hacerles saber que aunque aceptaba sus condiciones, había puntos en los que no estaba de acuerdo. Y no es que quisiera negociar, pero tampoco pensé que pasara nada por intercambiar opiniones amigablemente.
He de decir que todo esto pierde matices al haber sucedido en mi limitado inglés (aunque compresible, como he comprobado durante muchos años en mi vida profesional).
Así que escribí a un tal Drake Carr (es la persona que me escribió inicialmente, o al menos me escribía desde su cuenta) para decirle que, si bien me apuntaba al proyecto, me parecía cuestionable que todos los cargos económicos de portes y producción de obra recayeran sobre el artista. Y que la uniformidad de precios me resultaba muy baja. De hecho, mi experiencia me dice que un cliente que compra obra por 30$ nunca la comprará por 100$, si la cotización del artista sube. También comenté esto. Por compartir sabiduría, más que como crítica, por supuesto.
No tardó ni diez minutos en contestarme. La persona que estaba al otro lado del mail, lo primero que me dijo era que él no era Drake Carr, si no, supongo, un ayudante. Pues bien, vale, me alegro. Y segundo, y más importante: estaba desinvitado (uninviting en inglés). Así. Como mi punto de vista era tan dispar respecto de sus condiciones, fuera de aquí, chaval.
Eso sí, muy amables: no hard feelings. Toma, claro. No te conocía de antes y no te voy a echar de menos. Pero hostia, qué capacidad de encaje de crítica constructiva. A tomar por culo.
Y aquí viene un apartado que me interesa especialmente, y sobre el que aún estoy trabajando. Yo ya sé que rentabilizar una cuenta en una red social como Instagram es muy difícil. Qué coño difícil: dificilísimo. Seguramente, imposible. Me lo dijo Gerardo el primer día. Y que hacer clic en un corazón es gratis, pero pagar por mi trabajo, por mucho que guste, es otra muy distinta.
Mis cálculos y reflexiones van en la siguiente línea:
- ¿Cuántos seguidores hacen falta para que un porcentaje mínimo de ellos se plantee la posibilidad de sacar la cartera eventualmente?
- ¿Qué porcentaje de eso se convierte en ventas reales y consumadas?
- ¿Cuántas de las cuentas que parecen ser de empresas –y que ofrecen colaboraciones pagadas–, son realmente solventes?
- ¿Cuántas propuestas profesionales se reciben?
- ¿Cuántas de estas son serias?
Si una cuenta que tiene 1,3 millones de seguidores (sí, volved a leerlo) no puede pagarme los 20/40€ que podría costar el porte de ida y vuelta de obra original… ¿De verdad existe la posibilidad de convertir en rentable una red social?
Cuando escribo estas conclusiones mi cuenta tiene 30.000 seguidores. He recibido dos propuestas de negocio serias, rentables y bien pagadas. He vendido unas cuantas láminas (rachas, nada regular). Sé que mis necesidades económicas como empresa son muy pocas comparadas con las de otro tipo de empresas con más gente y medios (yo con una libreta, un rotulador y jamón york en la nevera aguanto una semana). Mis seguidores van aumentando a un ritmo estable, creo que no he llegado aún a la curva de frenada que preveo.
Por supuesto, mis cálculos menos optimistas indican que esta frenada será mucho antes de conseguir una mínima rentabilidad. Lo que me hace dudar si no estoy perdiendo ya el tiempo (aunque mi tiempo es mío y me lo gasto como quiero). Pero también quiero saber si hay un punto a partir del cual un artista de pretensiones modestas como yo puede rentabilizar este extraño movimiento de redes sociales (no hablo de un artista mediático, que hasta ahí ya llego) del que tanto gurú parece saber de todo, pero que desde dentro desorienta hasta a Gerardo.
Aún no sé nada de todo esto. Espero contároslo en otro número de The Valencianer. ¡Que en la redacción ya han abierto una botella de vino blanco y no quiere quedarme sin!
¡Nos vemos en la vida real!
* (a.k.a elgrangerardosanz y también a.k.a. Huracán Romántica o voceador principal de La Pulquería)
CONCURSO DE MASCOTAS
THE VALENCIANER
He aquí nuestro primer artista seleccionado. Su nombre es Francesc Roig, de València, y nos presenta su propuesta: Flame Villey, una mascota expresionista. Enhorabuena Francesc. Pronto podrás lucir tu premio, la T-shirt Bat.
Podéis diseñar vuestras versiones de la ilustración original basándoos en esta bella fallera que fotografía con su smartphone a un parotet de la Albufera, que encontraréis clicando aquí. También nos gustaría que le pongáis nombre a nuestra mascota. Un nombre con gancho ¿eh?
Nuestro comité de expertos irá seleccionando los mejores diseños que se publicarán en nuestra revista ipso-facto.
Además, los seleccionados recibirán nuestra fabulosa camiseta BAT (de su talla), a la que podéis echar un vistazo en nuestra tienda.
¡Ánimo! ¡Derrocha tu ingenio en The Valencianer!
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