Número 9

nº 9

Portada:
No hay recreo en Zapadores

DEMANO

Luis Demano, el autor de la portada, nació en Alicante pero vive en València.

Un día, el pequeño Luisito tuvo una revelación en pleno Corte Inglés, donde se le apareció Francisco Ibáñez y le susurró: “Y recuerda Luis, Mortadelo no cree en Dios”.

El segundo misterio con el que tropezó fue que, habiendo nacido en el seno de una familia de artistas, nadie le animara ni enseñara a tocar un pincel. Nunca.

Cuando tuvo la edad emigró a València en busca de su destino y se dio de bruces con su tercer momento sobrenatural: en tres ocasiones intentó ser admitido en la facultad de Bellas Artes y las tres veces fue rechazado.

Fenómenos como éstos hicieron que la práctica de dibujo se convirtiera en un acto de fe para él.

Gracias a su constancia y talento desbordante es ahora uno de los ilustradores más reconocidos del país, situación que le permite llevar una doble vida que plasma en sus fanzines, un poco gamberros y maximalistas.

Entre sus hallazgos intelectuales podemos mencionar que muchos le consideran el inventor de la crítica mordaz en el campo de la ilustración, un sector en el que abunda más bien la reseña blandita. De hecho, al leer su fanzine más polémico, una exitosa ilustradora exclamó: “¡Vaya, a mí me encantaría que me dedicasen algo como esto!”

Para terminar, un par de datos: A) es el único ilustrador del mundo que combina el pánico escénico patológico con escarceos como monologuista, y B) le gusta mucho como suena la expresión “enorme garabato dantesco”, que utiliza siempre que puede.

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Sello: ©Luis Demano

NACHO

Nacho Casanova, el autor de Lujuria en Marxalenes, nació en Zaragoza pero vive en València.

Pero esto ya lo sabéis, porque es un asiduo de esta revista. En el nº 4 de The Valencianer ya contamos todo lo que sabemos sobre este señor. Por eso hemos pensado que en esta ocasión sería preferible prestar oídos a las opiniones de otros, como la de un conocido dibujante que prefiere permanecer en el anonimato, por si las moscas, bajo el pseudónimo de Felipe Sacapuntas:

“Hace unos años me encontraba atascado en una adaptación a cómic de una novela algo rocambolesca, llena de situaciones escabrosas cogidas por los pelos y un montón de “efectos especiales” en el más puro estilo de la literatura barata. Entonces propuse a un amigo historietista hacer juntos la adaptación. Aceptó y quedamos en que él haría la primera parte. Al cabo de unos días me enseñó un story de unas treinta páginas en el que había eliminado todos los aspectos morbosos del texto y entresacado todo lo cotidiano, sencillo y sentimental, convirtiendo una historia truculenta en un relato de corte costumbrista. Era Nacho Casanova.”

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Sello: ©Adele Amineva

ALBA

Alba Abellán, la ilustradora de Lujuria en Marxalenes, nació y vive en Valencia.

Desde su primer instante de vida demostró su incansable talento para embadurnarlo todo a su alrededor de sensibles intenciones, mensajes con doble lectura, amables códigos, sesudas metáforas y despreocupados trazos.

Atrincherada tras su espesa melena y sus ojos de mirada limpia, ella trama. Recuerda. Lee. Procesa. Reescribe. Toma decisiones, y las codifica con manos de precisa habilidad infantil.

Aunque Alba suele enfrentar los problemas que surgen en cualquier acto de creación, su estrategia es confundirlos y disolverlos de la manera más inesperada, pillándolos desprevenidos, haciéndose fuerte y llevando el mundo hacia un lugar donde lo despreocupado y lo reflexivo conviven en un extraño y sugerente equilibrio.

En The Valencianer, tenemos la sensación de que para Alba, absolutamente todo es un lienzo susceptible de ser intervenido. Definitivamente, el mundo sería mejor si hubiera más personas que pensaran como Alba. Aunque al menos, tenemos la suerte de tener una.

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Sello: ©Alba Abellán

“¡Vicenteta, sácate la teta!” es una expresión del levante español que todos hemos tenido la mala suerte de oír alguna vez. Genera descojono desatado, sonoras palmadas en muslos y búsqueda ocular de la parienta o el pariente por si capta la indirecta y esa noche pudiera haber alegría en la alcoba.

Bueno, pues yo, pese a llevar más de veinte años viviendo en esta tierra, aún no he entendido el chiste. En esta zona del levante de la península (más arriba seguro que no, pero desconozco más al sur), esta mezcla de humor y sexo se entiende como un hecho socialmente aceptado. Hasta tal punto que la máxima expresión de la cultura popular local, las Fallas, convertida recientemente en patrimonio de la humanidad, está plagada de chistes y ripios similares al que abre este texto. He de decir que yo soy persona risueña, predispuesta a la sonrisa y si se tercia, a la risa. Que estoy de acuerdo con que nunca está de más un poco de humor. Y que, por qué no, la intimidad sexual no ha de ser terreno vedado. Pero para mí los chistes verdes no son sexo: son humor. Quiero decir que, si finalmente Vicenteta se sacara la teta, yo estaría más bien en el bando de los que están partidos de risa que en el de los que están esperando que la parienta se ponga a tono por la gracia. Que el humor me da risa, claro; y el humor verde, pues también. Pero no me pone cachondo.

Sé que en la redacción de The Valencianer, oriunda levantina en un 66%, interesa mi visión antropológica como foráneo aparentemente integrado. Así que aquí estoy dispuesto a hablaros de mi experiencia sexual. Pero no de mi experiencia sexual convencional. Como no quería aburriros, he elegido un momento estelar; sois personas de mundo y lo habitual ya lo conocéis.

¡Bienvenidos al día en que visité un club de intercambio de parejas!

Todo comenzó dos horas antes. Tenía una reunión con un amigo que me iba a contar su reciente separación. Lo llamaremos David. Me acompañaba mi pareja en aquel entonces. La llamaremos Rosa. No por mantener su anonimato, es que los dos se llaman así de verdad. La separación resultó ser más complicada que lo que dan de sí dos horas de conversación, y aunque estábamos en un bar llamado El Paraíso –y os aseguro que no es un nombre azaroso–, nos vimos a mitad de historia en la puta calle. Eran pasadas las doce de la noche de un domingo.

Para quien no conozca Marxalenes, este es un barrio humilde, lleno de gente mayor y trabajadores de diferentes procedencias. Si se puede sentir a Marxalenes lleno de vida, es a la hora de tomar café justo antes de ir a trabajar, o a la hora de recoger a los niños del colegio. Todo lo que quede en otras franjas horarias es páramo. Y desde luego, por la noche no se oye un alma, ya que la gente ha de levantarse temprano para ir al curro, y cabe poca broma al respecto.

David preguntó si no habría otro sitio al que ir, y Rosa simplemente me miró. Ella acababa de mudarse de ciudad, así que la responsabilidad caía en mi manos. Y abrí la boca.

–Pues una vez un colega me dijo que justo a la vuelta hay un club de intercambio de parejas. Digo yo que, si hay algo abierto a esta horas, y por este barrio, será eso.

Conforme la frase iba saliendo de mi boca, yo iba dándome cuenta de lo mala idea que era ir a un lugar así, acompañado precisamente por esos dos individuos. Más raros que un perro verde puede ser la descripción más amable que podemos atribuirles a ambos, pese a lo mucho que los quiero. En fin, no había vuelta atrás.

¡¿Quéeee?! ¡¿Que hay un club de intercambio de parejas aquí al lado y no nos lo habías dicho nunca?!

Mientras me acostumbraba a la cálida sensación de arrepentimiento y miedo que invadió mi cuerpo, mis piernas nos llevaron a los tres hasta la puerta del local. Efectivamente, estaba al girar la esquina. Justo enfrente de la puerta del instituto de secundaria. Solo en un barrio como este, en una zona como esta, es donde la lógica aconseja ubicar un negocio tan peculiar como un club de intercambio de parejas justo enfrente de la puerta que da acceso a un instituto de enseñanza secundaria.

Al club le pondremos un nombre falso, por ejemplo Rindebel. Más o menos eso es lo que ponía debajo de un timbre que había que pulsar para que se abriera el típico ventanuco de puerta de club mafioso. Detrás, ojos de hombre. Salió una voz que dijo:

–Qué queréis.

–Entrar. –contestó Rosa sin pensar.

Se abrió la puerta. Mientras nosotros lo mirábamos, él nos contó.

–Sois tres –nos dijo–. Esto es un club de parejas.

Yo ya me estaba dando la vuelta para marcharme, cuando David tiró de maestría social:

–Eso es verdad. Pero nos han hablado muy bien de su local. Y la señorita tiene curiosidad. Además, en realidad estamos interesados en tomar una copa, no molestaremos a sus clientes.

–Bueno, a ver –puso orden el individuo–. Las parejas pagan 35€ y tienen derecho a dos copas cada uno. Los chicos solos pagan 20€, también con derecho a dos copas, pero no pueden pasar al interior del club. Solo pueden acceder al interior del local si alguien les invita desde dentro. Mientras tanto, tendrá que quedarse en la barra.

–Perfecto, perfecto, no hay problema. ¿Y si solo queremos tomar una copa? ¿Podemos entrar a la barra y quedarnos ahí? –David regateaba como un profesional.

Vimos la confusión en la mirada del tipo, y yo di un discreto hacia atrás por si así podía esquivar una posible e inesperada reacción no amistosa.

–¿Pero entonces para qué vienen a un club como este?

Menudo gol por la escuadra acababa de meternos. Aunque ni él mismo se percató. Miró a Rosa de nuevo y decidió que quizá éramos unos interesantes clientes potenciales. Cuando ya hasta David titubeaba, nos franqueó el paso.

–¿Qué quieren tomar?

Apoyado en la barra, David terminó de contarnos sus desventuras, mientras intentábamos ignorar el hecho de que en los monitores había películas porno en lugar de fútbol. Cuando el camarero/portero detectó que la conversación había concluido, se nos acercó y nos disparó a bocajarro, sabiendo, esta vez sí, que nos estaba metiendo un golazo:

–¿Los señores no tendrían interés en ver nuestras instalaciones?

Mientras David y Rosa dilataban pupilas de placer, el tipo especificó:

–Puedo enseñárselas porque esta noche en el local no hay nadie, así que si tienen curiosidad, yo aprovecharía la oportunidad. Llevamos abiertos más de treinta años. ¡Son más de 300 m2! –en este momento comencé a sospechar que aquel hombre era un sólido discípulo del empirismo, como después pude comprobar.

–Miren, todo comienza aquí, en la barra. ¿Ven esos espejos en toda aquella pared? ¡Pues no son solamente espejos! Desde el otro lado pueden vernos, y por supuesto, invitar a pasar adentro a alguien que esté aquí solo. Eso lo hacen a través de esta ventanilla de aquí, por la que también piden las copas.

–¡Qué ingenioso! –Rosa tomaba el relevo como comentarista oficial.

–Pasen por aquí, mi mujer se quedará en la barra –dijo el tipo, mientras de no se sabe dónde apareció una mujer de su misma edad más o menos, ataviada con una camiseta de estampado de tigre, y una gran sonrisa en la cara.

–¡Coño, que susto! –se me escapó a mí, pero muy muy muy bajito. Yo ya andaba con la actitud en modo de supervivencia perfil bajo.

–Llevaré mi linterna. La linterna es una herramienta que indica que no estoy en el club para divertirme, sino que estoy aquí para que los demás se diviertan. Como ustedes van conmigo, es como si llevaran linterna también.

La primera sensación que tuve fue la de que estábamos en un local que originalmente fueron dos o tres viviendas. Eso no quiere decir que fuera un solo espacio diáfano, si no todo lo contrario: estaba lleno de rincones y diferentes habitaciones con distintos niveles de intimidad. Curiosamente, no había puertas, salvo dos excepciones que luego veríamos.

–Este es el espacio principal del club. Como hoy no hay nadie, no he puesto la música. Y tampoco las luces. Pero aquí la gente baila y se exhibe. ¿Ven esos sillones de ahí? Pues ahí la gente mantiene relaciones sexuales, por ejemplo. De manera que algunos pueden bailar mientras ven cómo otros realizan el acto sexual, pero también funciona al revés: hay gente que le gusta hacer el sexo mientras alrededor hay gente mirando y bailando. Aquí es donde la gente comienza a conocerse. En estos clubes hay un código: se toca ligeramente con el dorso de la mano en el hombro de la persona que estás interesado en conocer. Si esta persona te acepta, puedes unirte a su grupo o a lo que estén haciendo. Pero si no te acepta, no hay rencores ni malos rollos en absoluto. Aquí somos muy educados.

Como curioso elemento decorativo, había aquí y allá unas cortinas de ducha de motivos infantiles, colgadas en barra circular que rodeaban lo que claramente eran bidets. También había amplios boles llenos de condones, repartidos por todas partes. Aquel señor se vio en la obligación de dar explicaciones:

–Sí, los condones aquí son obligatorios. Ya saben. Y desde luego, una correcta higiene nos parece fundamental para el tipo de diversión que ofrecemos en este negocio.

–¡Los pingüinos de la cortina son monísimos! –mintió Rosa, que no solo odia a los pingüinos con toda su alma, sino que jamás emplearía una expresión como esa para indicar que algo le agrada.

Atravesamos un pasillo, desde el que pudimos ver el interior de dos habitaciones pequeñas, pero como ya he comentado antes, sin hojas en las puertas. Una estaba decorada e iluminada con motivos que reaccionan a la luz negra: estrellitas en el techo, pequeños motivos en las paredes… La otra era la que se conocía como habitación de los espejos, porque estaba recorrida por todo su alrededor por unos estrechos espejos apaisados. Por supuesto, ambas tenían como elemento principal una cama, que abarcaba el 90% de la superficie de cada habitáculo.

–Oiga, y una habitación de estas… ¿podríamos reservarla un grupo de amigos muy amigos, por ejemplo, para organizar una fiesta privada, o un cumpleaños…? –Rosa se venía arriba– Me sorprende que no haya puertas, la verdad.

–No, no, no, no… –se aseguró de que le entendiéramos– Aquí no hay espacios privados. Si viene alguien y quiere unirse a ustedes, les tocará con el dorso de la mano en el hombro. Con no aceptarle en su grupo es suficiente. Miren, por aquí llegamos a la zona húmeda, con el jacuzzi…

Y así nos tuvo un buen rato, explicándonos lo evidente aquí y allá hasta que llegamos adonde mis retorcidas neuronas hicieron crack y me llevaron de vuelta al chiste de Vicenteta. A la única zona de aquel club que, atención, tenía puertas. Eran dos habitaciones.

–Y esta es la habitación sadomaso.

Efectivamente, había unos grilletes y una silla en una habitación bastante estrecha. También había un mocho. Ante todo, higiene. Nunca imaginé que me parecería tan lleno de lógica costumbrista que en una habitación con grilletes pudiera haber un mocho, pero ahora ya no soy capaz de imaginarme ninguna mazmorra sin su mocho preparado para uso discrecional. El tipo empleó su linterna para alumbrar la otra.

–Y esta es la que llamamos la habitación oscura. Está pintada de negro, y cuando se cierra la puerta, no se ve nada. Aquí no se sabe con quién se está follando. Puede ser cualquiera. Y cualquier orifico corporal. Aquí vienen hombres a escondidas de sus mujeres. A sentirse libres.

Oí mis neuronas. Crack.

–¿Vienen a esta habitación a escondidas de sus mujeres, que también están aquí? ¿A sentirse libres? ¿Vienen a un club de intercambio de parejas, pero no son capaces de decirle a su mujer que quieren curiosear con otros hombres? –Rosa no daba crédito.

–Bueno, yo calculo que un 85% de nuestra clientela masculina está interesada en eso, sí. Pero no más de un 13% lo dice abiertamente. A casi ninguna mujer le gusta que su marido se interese por otros hombres. Al revés, sin embargo, sucede muy a menudo y está muy aceptado.

Todos los crudos datos matemáticos y estadísticos aquí aportados por el empírico dueño dejaron a David ojiplático y a Rosa fuera de juego, así que tuve que intervenir para desatascar este colapso social.

–Pero ¿de dónde saca esos porcentajes? ¿Tiene un torno o algo? ¿De verdad gente que ha saltado el tabú de ir a un club a tener sexo con otras parejas no puede confesar deseos tan poco sorprendentes como experimentar con personas de su propio sexo?

–No, pero me fijo. –Me alumbró con la linterna.

En ese momento nos percatamos de que había una pareja en el club. Nos estaban esperando ahí, justo antes de terminar nuestro recorrido circular y volver a entrar en el espacio llamado la barra. Iban vestidos con un albornoz. Llevaban cada uno una copa. Eran mucho más jóvenes y atractivos que la gente que aparecía en las fotos que decoraban las paredes y que representaban fiestas en el propio local. Nos miraban. Eran el gancho que la señora de la camiseta de estampado de tigre nos había preparado durante nuestra visita. Sus ojos decían “Cabrones, estábamos en pantuflas en casa y nos han obligado a venir aquí por vosotros. Como no nos echemos un polvo esto va a acabar muy mal”. David reaccionó como el profesional del escaqueo que es y murmuró una larga frase de cortesía similar a “ha-sido-un-placer-ya-sabemos-dónde-está-ya-le-llamaremos-por-lo-de-la-fiesta-buenas-noches-no-nos-acompañe-a-la-puerta-disfruten-de-la-copa-señores”, dejando desorientado intencionadamente por una vez al señor al otro lado de la linterna.

No recuerdo cómo, pero de repente estábamos fuera del Rindebel, mirándonos los pies sin hablar, caminando rápido al menos hasta doblar la esquina, sabiendo que acabábamos de tener una experiencia que teníamos que reflexionar para poder digerirla correctamente. Los tres la hemos tenido en el fondo de nuestro cerebro, pero no olvidada, durante los últimos diez años. Eventualmente hemos hablado de ella. La hemos contado en pequeñas reuniones. Hemos intentado exorcizarla. Hasta que la redacción de The Valencianer me propuso redactar un texto de tema libre sobre tan poco literario barrio. Si bien no he conseguido cerrar el círculo entre Vicenteta y Marxalenes (¿qué esperábais, lectores? The Valencianer no contiene la solución a los enigmas del universo), sé que hoy dormiré un poco más tranquilo que ayer. Y espero que vosotros, lectores, durmáis un poco más inquietos.

Buenas noches.

HISTORIA DE UNA PORTADA

No hay recreo en Zapadores

Por Luis Demano

«He querido dedicar esta portada a los CIEs (Centros de Internamiento para Extranjeros) y sobretodo todo al CIE de Zapadores, ubicado en Valencia. Otra de las muchas formas que tiene el estado español de normalizar el racismo y la vulneración de derechos humanos en nuestra sociedad.»

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